martes, 16 de mayo de 2017

¡Cuéntame un cuento!

Esta noche, os voy a contar un cuento antes de ir a dormir. No lo he empezado yo (bueno, un poco sí, pero poco) por eso el principio lo entrecomillo, el resto, pura invención mía (no echéis la culpa a nadie más) jajaja... A ver qué sale. Esto me recuerda a mi infancia, cuando mi madre se inventaba cada día un cuento para mí.

"Había una vez una princesa... Rubia, con rizos, con una amplia y sincera sonrisa... Muy, muy testaruda, que le gustaba jugar bajo la lluvia... Jugaba a que los hilos de lluvia que caían sobre ella y a su alrededor, la hacían invisible para los demás y podía ir y venir sin ser vista..."
Y no sólo jugaba, sino que aquel poder mágico de la invisibilidad era real y la invitaba a ser más traviesa de lo normal. En palacio no alcanzaban a comprender por qué en los días de lluvia volaban las lombardas en el jardín, cual balones de fútbol se tratara, teniendo como objetivo cruzar el arcoiris y desaparecer para siempre.
Una mañana, llegó un apuesto caballero notificando que el príncipe del reino contiguo quería desposarse. Y que toda joven interesada en contraer matrimonio con él debía superar una prueba. Esta, consistía en cocinar un huevo frito, con puntilla pero sin estar pasado y en el que poder mojar pan pero sin moquillo, que luego habría de comer la abuelastra del príncipe para dar su bendición a la que sería su nueva nieta.
Emma (vamos a llamar así a la princesa, que este nombre es de mis preferidos) se puso muy nerviosa, no por tener que cocinar, sino porque estaba enamorada de ese joven desde el primer día que lo había visto y, aunque ella no quería casarse (pues si lo hacía perdería el poder de ser invisible bajo la lluvia), le entristecía mucho que él pudiera hacerlo con otra muchacha.
Pensó durante horas y horas, hasta que decidió anteponer el amor a su deseo de hacer desaparecer todas las lombardas del mundo.
Cómo conseguir superar la prueba y ser la elegida era ahora su preocupación. En palacio no se cocinaban huevos fritos desde que, en una ocasión, a la cocinera le había desaparecido uno por obra de arte mientras lo tenía en la sartén. Eran cosas del demonio, decían.
¡Ya lo tenía! Como era invierno y llovía sin parar, el día de su cita con la abuelastra, iría a visitar a su profesor de clarinete, que al contrario que ellos sólo se alimentaba de huevos fritos, y en un descuido le robaría ese huevo perfecto (pues al comer sólo eso, le llamaban el maestro huevero porque preparaba los mejores huevos fritos del reino) haciendo uso de su poder mágico de desaparecer bajo la lluvia.
Todo transcurrió según lo planeado y fue la elegida, pero algo dentro de su corazoncito le remordía por haber hecho trampas mientras las otras bellas damas habían jugado limpio. Y una noche de lluvia, añorando un poco su vida de magia, confesó a su esposo lo ocurrido. El príncipe se disgustó mucho, pues su seña de identidad era la honestidad, y aunque ella hubiera confesado y él estuviera feliz por la decisión que había tomado su abuelastra (el enamoramiento a primera vista de la princesa había sido algo recíproco), debía pagar por lo que había hecho.

(¿TODAVÍA SEGUÍS AQUÍ? YA TENÉIS VALOR JAJAJAJAJA... CON LA BAZOFIA DE CUENTO QUE ME ESTÁ SALIENDO. MENOS MAL QUE NO TENGO HIJOS A LOS QUE CONTÁRSELOS, SI NO, MEDIO SUELDO LO GASTARÍA EN PSICÓLOGOS PARA QUITARLES TRAUMAS INFANTILES. PERO BUENO, AHORA, QUEDAOS YA HASTA EL FINAL, ¿NO?)

Pensaron y pensaron y pensaron cómo podría pagar por su acto deshonesto y, al mismo tiempo, en vez de un castigo ese precio fuera una lección. Hasta que decidieron que, a partir de aquel mes, una vez a la semana se comería lombarda en palacio y sería la joven princesa quien la cocinaría para todos.
Y fue de este modo como Emma aprendió a cocinar esta verdura de mil maneras, y comenzó a comer lombarda... ¡por amor!

No hay comentarios:

Publicar un comentario